¿Qué visitar?

Museo etnográfico

Pasear por Valverde puede ser como recorrer un museo vivo. Pero habría que realizar un paseo de 365 días y acceder a todos los rincones de sus casas y de sus campos para hacerse una idea casi total de su contenido. En esta página podemos intentar simplificar la visita.

Nuestro Museo Etnográfico fue montado en varias fases en los últimos diez años con la colaboración de la Diputación provincial, Fondos de la Comunidad Europea, Adel Sierra Norte y el esfuerzo del Ayuntamiento y de los vecinos. En él, además del contenido fijo se han montado diversas exposiciones: Pintura, trapos y trajes, candiles y faroles…

Dispone de las siguientes salas:

♦     Recepción y servicios
♦     Sala del telar, artes textiles, rincón de la miel y rincón de la Danza
♦     Sala de herramientas del campo, oficios, matanza, hogar y arquitectura negra
♦     Sala de Audiovisuales
♦     Sala de Exposición de fotografías
♦     Biblioteca

El Telar

El telar es una de las joyas del museo y uno de los recuerdos emblemáticos de la memoria colectiva de los valverdeños.

Todas las casas conservan mantas del telar y otras piezas de lana que, procedentes de sus propias ovejas, y previo paso por las cardas, la rueca, el huso, el batán y sus propias manos, han acabado siendo pieza de ropa o paño en el hogar.

La casa

La cocina es la pieza reina de la casa en el viejo Valverde. Comida, calor y conversación alrededor de la lumbre en una época en que la propia luz de la lumbre o el candil eran suficientes para que las tres actividades fueran completamente satisfactorias para sus moradores.

El campo

La vida en Valverde giraba alrededor de las tareas fuera de casa; cada semana del año tiene su quehacer en el campo: en el huerto, la ren, el prado, la suerte o la era. Y casi cuanto se hace dentro de casa tenía algo que ver con lo que va a suceder o ha sucedido en el campo. Desgraciadamente los tiempos han cambiado y muchas de las viejas costumbres son sólo parte del recuerdo.

una visita la museo virtual del pasado

por Jose Mª Alonso Gordo

Acercándonos al pueblo por la carretera de Umbralejo y nada más pasar la Cueva del Moro, llegamos al Barranco de la Umbría; subiendo por el camino, o bordeando por la carretera, podemos empezar la visita por el pueblo de Zarzuela. Junto a la fuente, a la derecha, tenemos la pequeña fragua. Piedra y pizarra encierran entre sus paredes yunque y bigornia, martillo, tenazas, clavos, herraduras, hogar y fuelle. Un cerrar de ojos nos permite ver el hogar alimentado con carbón, avivado por un gran fuelle y al herrero moviéndose entre el yunque y el fuego, golpeando rítmicamente y con vigor la herradura incandescente que lleva con las tenazas. La imagen se confunde con otra similar en Valverde y ahora es el tío Feliciano el que maneja su fuelle con una mano mientras gira la pieza en el fuego con la otra. Decenas de objetos se alinean en bancos y poyetes, merecedores en sí mismos de ser confinados a cualquier nefasta vitrina con un letrero colgado. Por supuesto el carbón para el hogar, de la fragua o de la casa, lo ha elaborado él mismo con las encinas de la Solana.

Si nuestro herrero tuviera necesidad de cualquier elemento de su vestuario, manutención, menaje o trabajo, a buen seguro que podría autoabastecerse de él, sin salir del pueblo y casi aunque fuera su único habitante.

Nos lo podemos imaginar, como así ha sido, de pastor por el Robreo, junto a las casillas levantadas por él mismo, o en el Hervidero, en prados que el mismo riega con el caz y siega con su propia guadaña. Y a primeros de Junio le vemos, con las tijeras que él mismo fabricó, esquilando el ganado, que también le ha proporcionado el delantal y los zagones o las abarcas de cuero con que se cubre.

Los vellones, adecuadamente tratados, hilados, torcidos, tejidos y batanados, acabarían siendo manta, calcetines o jersey, confeccionados por su mujer. Poco trabajo nos cuesta seguir su recorrido por el batán, todavía reconocible, a la puerta de su casa en corro de hilanderas o por el mismo telar, otrora arrinconado y ahora sólo pieza inútil de museo.

Sin dificultad, en alguna ladera soleada podemos seguir el rastro de las abrazaderas, previamente trabajadas en la fragua, y que ahora forman parte de las colmenas de tronco, vaciadas a base de martillo, escoplo y escodrijo; en su interior bullen en actividad febril las obreras y de ellas extraerá nuestro habitante primitivo, miel y cera que, trabajadas al calor de la cocina, se convertirán en tortas de cera, velas y hachones después en la ermita. En un vasar, fabricado por él, junto al escaño de la cocina se alinearán los tarros de miel, los quesos de oveja, las hogazas de pan cocido en su propio horno y partidos después en su mesa de roble.

Poco nos cuesta adivinar el camino de esa hogaza morena, siempre dura y siempre comestible, desde que era grano: del granero en la cámara hasta la ren, trabajada con el arado, reja, escarda, hoces y zoqueta, caballería y era. Trillo, celemín, fanega y en sus propias caballerías camino del molino en el arroyo que produce harina en verano y electricidad en invierno. La harina, camino de las artesas y después masa cernida, fermentada y cocida en el horno de leña pasará a las cestas de mimbre, pacientemente preparadas a la sombra del corral, y después al arca.

En la mesa, judías, garbanzos, patatas de propia cosecha, comparten los honores con cerdo, cordero o pollo, todo de los propios corrales; alrededor de ellos, sobre todo del cerdo, gravita la mesa familiar. Su cría, rito y promesa fecunda, modelo de reciclaje, y su sacrificio, no menos ritual y festiva, asegura la ingesta de proteínas y grasas animales junto a las provenientes de la caza, a veces con sus propios cepos o lazos, o de la pesca, capturada con primitivos artes o incluso bajando por la pértiga a buscar los barbos del fondo de los pozos del Sorbe o del Sonsaz.

Para él y su familia, el habitante del poblado es capaz de construir, con piedra y pizarra, extraídas de las laderas del Ocejón, casa, fragua, horno, molino, batanes, puentes, tainas y tapias, acequias, túneles, iglesia o cementerio. Y si hay que hacer un camino nuevo, porque el del Paso se cierra por la nieve, se hace otro más bajo por Palancares o por Umbralejo, aunque haya que vender los robles de la dehesa para costearlo.

Nuestro hombre, no contento con todo esto, o quizás absolutamente satisfecho, prepara con amplitud su programa festivo y lúdico, digno de reproducirse en un nuevo museo etnológico o folclórico: rondas y Aguinaldos de Navidad o Reyes, ofrendas de San Antón, Chinela de San Ildefonso, Candelas de la candelaria, botargas y toro de Carnaval, ritos de Semana Santa, cuelga y quema del judas, el Encuentro del día de Pascua, ronda y puesta del Mayo, danzas, teatro, botargas, enramadas, cantares del Señor y la octava, bolos, chita, barra o calva, fiesta del pollo, ritos de ánimas, cena de la machorra, repertorio de mozas, romancero a la luz de la lumbre…

El anciano valverdeño, cumplidos los ochenta o los noventa, en el cénit de su realización personal, un día cualquiera, a la vuelta del huerto se sentará en el suelo, con la azada en la mano y la vista perdida en la ermita. Afortunadamente ha sido tan previsor que tiene guardadas las tablas para su caja en el desván, ha dicho con qué traje desea que le entierrren y siempre que ha tenido que rezar por alguien ha rezado también por sí mismo: «por el primero que vayamos a dar cuenta a Dios de nuestros pecados».

Autor: Jose María Alonso Gordo
(Artículo cedido por el autor para el uso exclusivo en este sitio web)